Manos que sostienen un corazón rojo, representan la relación del profesional de la salud y sus pacientes

El impacto de la pandemia en las emociones de los profesionales de la salud, presentes en el lugar del que todos nos resguardamos: ahí donde habita el Covid—19. Sobre eso reflexiona en esta nota la Psicóloga Magdalena Espoueys.

Por Lic. Magdalena Espoueys

Lic. en Psicología con experiencia en equipos interdisciplinarios de salud física

M.N.: 35485

La pandemia por COVID-19 ha desencadenado una situación de emergencia sanitaria que golpea con fuerza a las sociedades de todo el mundo. Esto ha tenido impacto sobre la salud mental de las personas, en un marco en el que hasta la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha alertado sobre la posibilidad de una crisis psicológica masiva si los países no toman medidas al respecto con la población general.

En cuanto a los profesionales de la salud,  debemos considerar las implicancias emocionales específicas  por las que ellos transitan, precisamente porque son personas. Es decir, son parte de esta misma sociedad atravesada por la angustia, a la que se le suman otras aristas, ya que son quienes están poniendo el cuerpo y su saber de cara al virus: el temor al contagio y a contagiar; en algunos casos, el estar alejados de sus afectos; el estrés laboral adicional por la escasez de insumos y una necesidad de incrementar  las medidas de protección; el permanente contacto con la información que va cambiando a medida que se va conociendo más sobre el comportamiento del COVID-19 mientras que aprenden sobre ello observando el efecto sobre sus pacientes. Por todo esto, le debemos dedicar un tiempo al análisis de sus emociones y conocer algunas situaciones que como personas vivencian, y aún así se sobreponen al impacto que ellos también experimentan en carne propia para curarnos, comprendernos y consolarnos.

Decía Lain Entralgo que “la relación médico-paciente es el encuentro entre dos menesterosos, dos necesitados, uno que quiere curar y otro que quiere que lo curen”.

Esta definición acota esta necesidad al “curar” pero bien sabemos que como toda persona, necesita muchas más cosas. Si el Profesional de la Salud es un “necesitado”, lo es porque es un ser humano que siente, piensa, ama, sufre, comprende, sueña y también “necesita”.

Y éste es el punto en el que me quiero centrar: el profesional de la salud es una persona.

Aunque parezca una obviedad, en tiempos como los que estamos transitando, el médico está vivenciando emociones que seguramente no sintió antes en cuanto a la profesión y a su vida personal. Esto se debe porque también está atravesando por circunstancias que quizás anteriormente no vivió, o por lo menos no de esta manera. Pero antes de llegar a este punto quiero desarrollar una idea que considero que se aplica para la población en general y sin lugar a dudas, para el médico también. 

Estamos viviendo una situación inédita, súbita, apabullante, impensada -y para algunas personas, además “im-pensable”, es decir, difícil de “razonar/entender, de pensar”-. El COVID-19 nos robó la rutina, a muchos el trabajo, la libertad de salir a la calle, los hábitos, las relaciones sociales cara a cara de manera cercana, los abrazos. Esto genera una emoción ineludible y que inevitablemente se encuentra escondida debajo de otras sensaciones y/o conductas: ansiedad, inquietud, mayor consumo de alcohol, sensación de estar paralizado, temor, molestias físicas (sobre todo las referentes al COVID-19), tristeza, hiperactividad, cambios en el ciclo del sueño, frustración, ataques de pánico (y agudización de sintomatologías previas a la pandemia), rebeldía, entre otras. Esta emoción es la angustia.  Pero ¿qué es la angustia? De ésta hay definiciones como cuantas corrientes psicológicas y autores la hayan descripto. Me parece interesante compartir la siguiente: “se define como una emoción compleja, difusa y desagradable que conlleva serias repercusiones psíquicas y orgánicas en el sujeto; la angustia es visceral, obstructiva y aparece cuando un individuo se siente amenazado por algo (Ayuso, 1988)”. ¿Y por qué de tantas definiciones que hay, hoy elijo ésta? Porque ¿quién en este contexto actual no “se siente amenazado”? Y más aún, si la amenaza es “invisible” (no viene a punto de pistola, por ejemplo), si la puede traer alguien que tenemos al lado y hasta incluso, la persona que más queremos. Esta amenaza nos hace sentir nuestra vulnerabilidad (alguien estornuda y lo miramos como si estuviera esparciendo una bomba viral), gestos tan naturales y cotidianos hoy parecieran que pueden quitarnos la vida, y en consecuencia nos hacen más evidente, casi palpable, que somos inmensamente frágiles. Para vivir dentro de una estabilidad necesitamos no tener presente esto que es una condición inherente a ser humanos. Y ahora el COVID-19 nos pone de manifiesto aquello que dejamos en segundo plano para “recordarnos” que sí: ¡somos vulnerables! Nos podemos contagiar y así enfermar y también podemos contagiar por algo tan simple como estar cerca físicamente. El contacto con esta realidad nos angustia porque nadie quiere sentir tan próxima la posible amenaza que nos puede llevar a la muerte. Otra cara de la misma moneda (la vulnerabilidad) pero mostrándonos su máxima potencia (la finitud) que debemos “prohibir” que aparezca en nuestra mente porque sino ¿cómo hacemos para cruzar la calle si pensamos que un auto nos puede pisar? Ello nos llevaría a la parálisis, al temor constante, a no arriesgarnos a lanzarnos a la vida con intensidad si tenemos siempre consciente que en cualquier momento la podemos perder. La angustia sería insoportable, la existencia sería un elemento pesado por el que lucharíamos permanentemente por sostener.  Estos dos elementos -propios de la naturaleza humana- los tenemos que negar como una forma de mantener el equilibrio que el COVID-19 ahora nos hace tambalear. Nos enfrenta con que somos seres humanos y que con este “ser” somos vulnerables y la muerte, como también el amor, nos pueden estar esperando a la vuelta de la esquina. Vale aclarar que el COVID-19 no es sinónimo de muerte, aunque en alguna instancia eso se nos juegue en nuestra psiquis. Recordemos que de los contagiados, el porcentaje de recuperados es altamente superior al de los fallecidos. 

Entonces, si hacemos hincapié en esta obviedad -que tantas veces olvidamos- de que el médico es una persona, damos por supuesto que siente esta misma angustia sumada a otras aristas diferentes al resto de la población.

Están poniendo su cuerpo y su saber precisamente allí donde nadie quiere estar: donde habita el COVID-19. Ellos están en aquel lugar -del que todos nos resguardamos- curando, acompañando y consolando a la persona enferma. Esto puede causarles adrenalina (reacción fisiológica necesaria para permanecer en un estado de alerta fundamentalmente en tareas específicas como lo puede ser trabajar en un Servicio de Emergencias, por ejemplo), pero también pavor al momento de disminuir este mecanismo, y aún así continúan ejerciendo su profesión y desplegando por sobre todas sus emociones, su vocación.  Algunos pueden sentir mucho miedo -casi me animaría a decir que todos, aunque cada uno lo vive, lo expresa y principalmente lo percibe como puede. Temor a contagiarse seguramente pero también temor a contagiar. Es por esto que muchos médicos se han aislado de sus familias, de sus afectos. Es difícil dimensionar esta realidad pero no debería costar entender que ésta debe ser la mayor parte de su angustia.  Una médica que está separada de su hijo por estar él dentro del grupo de la población de riesgo, me ha dicho: “hace más de un mes que lo veo sólo a través de una videollamada. ¡La casa es tan triste sin él!”. Otra médica, cuyo marido ha tenido una cirugía de emergencia reciente, hoy debe estar lejos de su esposo convaleciente y su hija, por lo que transita por un momento de inquietud por su pareja y los cuidados que ella querría brindarle. Pero sabe que lo correcto es que ellos estén separados. Muchos médicos eligen alejarse de sus familias por una cuestión de cuidados. Están expuestos al virus y, según la tarea que realizan, muchos han tomado la decisión “dolorosa”, y enfatizo el “dolorosa” porque ante todo son padres, parejas, hijos… personas. El miedo a contagiarse debe ser mayor al que quizás ellos mismos registran o pueden vivenciar de otras formas (insomnio, ansiedad, fatiga laboral, hiperactividad, decaimiento anímico, falta de rendimiento profesional, entre otras).  Los que pueden conectarse de manera más estrecha con sus emociones, expresan este temor de modo más explícito. Un ejemplo de esto es un médico que actualmente sólo trabaja en dos clínicas (las otras prácticas como ser atención en consultorio y domicilio hoy están acotadas) me ha comentado: “sé que el Ministerio de Salud en algún momento me convocará y tengo pánico de no poder afrontar la situación por el temor a contagiarme”. 

Si a esto le sumamos que los médicos viven en carne propia la escasez de insumos, en especial de equipos de protección -tanto en Argentina como en el mundo- hace que el miedo no sólo sea un sentimiento subjetivo sino una lamentable realidad. Los recursos son limitados y hay que administrarlos eficientemente. Esto genera un estrés adicional a la situación por la que están atravesados. 

A las condiciones objetivas -no son una sensación- se añade el preocupante aumento de las agresiones a los profesionales de la salud en general (enfermeros, farmacéuticos y demás trabajadores afines con el sistema sanitario). Es de público conocimiento los “escraches” que les han hecho en sus edificios y la discriminación que están padeciendo por algunos sectores de la sociedad. En estos casos reina la ignorancia, el egoísmo, la falta de consideración, la desinformación y la paranoia generalizada. 

Por otro lado, hay médicos que tienen especialidades muy alejadas de las tareas que están realizando actualmente. Por ejemplo, cirujanos, acostumbrados a estar dentro de un contexto de los cuidados extremos de un quirófano, hoy están atendiendo a personas infectadas, tanto dentro de su área de trabajo habitual como también quizás después de muchos años de no estar en una guardia y de no recibir pacientes con sintomatología que se asemeje al del COVID-19. Otros, por el contrario, están vinculados al área que comprende la pandemia (infectólogos, epidemiólogos, emergentólogos, médicos clínicos, científicos, etc.), lo cual los hace estar en contacto con información actualizada, información que se adelanta a lo que la sociedad sabe hasta determinada instancia, información de otros países, información preocupante y con más y más información. Tantos unos como otros, en algún momento deben experimentar una sensación de angustia, por más acostumbrados que estén quienes están ligados a lo concerniente a un virus. Mucho más si pensamos que actualmente están “parados” sobre una forma de conocimiento que va cambiando día a día, aprendiendo sobre la marcha, lidiando con una enfermedad que poco conocen y de la que experimentan a medida que esta misma enfermedad muta, que “habla” a través de nuevos síntomas y hace virar el rumbo mientras frente a ellos tienen a la persona que la padece como “vocera” de sus efectos. Esto no es lo habitual, ya que el avance de la ciencia es más paulatino a como está sucediendo ahora. Y así y todo, siguen realizando su tarea al mismo tiempo que se enfrentan con la incertidumbre de lo poco conocido, con su propia incertidumbre. 

Por esto debemos comprender, respetar y valorar que debajo de una bata blanca hay un corazón abrumado, pero con la convicción intacta de estar haciendo lo correcto. 

(*) Si como Profesional de la Salud -en éstos se incluyen médicos, enfermeros, camilleros, personal administrativo y de limpieza, entre otros- percibe un malestar que afecta a su vida personal y/o a su desempeño laboral no dude en solicitar ayuda de un Profesional de la Salud Mental. La sintomatología puede presentarse de diversas formas, tales como: angustia, fatiga laboral, temor a enfrentar la situación actual de pandemia, ansiedad o sensación de inquietud, cambio en el ciclo del sueño, estrés en el ámbito de trabajo que supera los niveles de tolerancia, consumo de sustancias, desorganización por alguna modificación de la rutina laboral y/o personal, irritabilidad, falta de concentración, sensación de padecer los síntomas del COVID-19, disminución de la capacidad para disfrutar del trabajo y/o en el funcionamiento en situaciones no laborales, recuerdos recurrentes y que invaden la vida personal relacionados al COVID-19, menor rendimiento en el desempeño profesional, sensación de desesperanza, agudización de síntomas físicos y/o emocionales (depresión, ataques de pánico, ansiedad, hipocondría, etc.) previos a la situación actual, dificultad en separar el trabajo de la vida personal, baja tolerancia a la frustración, pesadillas relacionadas a la pandemia, formas de manejo de la ansiedad inefectivas o autodestructivas (ej., automedicarse, consumo de sustancias), rechazo a trabajar con población afectada por el COVID-19, conflictos en las relaciones personales y/o laborales, etc.

1| Lain Entralgo: “La relación médico-enfermo”. Acento, Madrid, 1990.


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